El diagnóstico
Parece evidente que para dar solución a los problemas se requiere, antes que nada, determinar con absoluta claridad, certeza y objetividad la naturaleza del mismo, con el propósito de saber qué es lo que hay que hacer.
Ningún médico dicta un tratamiento sin diagnosticar antes de qué enfermedad se trata y para eso siempre tiene una larga lista de exámenes. Antes los médicos diagnosticaban casi sin tocar al paciente y solían tener éxito. Esa es también, más o menos, la diferencia entre los políticos y los estadistas. El político promedio necesita que sus asesores le digan qué pasa y qué hay que hacer. El estadista tiene una clara percepción de la realidad y está dotado del sentido común necesario para responder a los desafíos que se le plantean.
El problema surge para el político que está desapegado de la realidad y que tiene, además, asesores tan ignorantes como él respecto de las condiciones en las que vive la gente que reclama soluciones a sus problemas. Pedir que alguien tenga la capacidad de anticiparse a las dificultades ya podría parecer desmedido.
Aunque no siempre es tan difícil. En el caso de Coyhaique, por ejemplo, bastaba con saber que los combustibles cuestan casi un 40 por ciento más que en Santiago para prever que el costo de la vida es igualmente desequilibrado y que la gente, tarde o temprano, expresaría su malestar. Pero claro, para eso se requiere de alguien que le diga a la autoridad que el mercado no funciona para las regiones, que la percepción en regiones es que Santiago se lleva lo bueno a costa del sacrificio de las provincias y que la burocracia centralizada se demora años en darse cuenta de cualquier dificultad, por mínima que sea, si se trata de algo que no ocurre en la capital.
Y si se trata de un asesor o de una autoridad local, decir algo tan simple como que la población no está contenta, significa atreverse a correr el riesgo de resultar antipático, lo que es casi lo mismo que caer en desgracia porque al final todos esos cargos son decididos con un criterio político. Lo prudente entonces, cuando se trata de conservar la pega, es quedarse callado simplemente, hasta que revienta la presión acumulada.
En esas circunstancias entonces, que las autoridades centrales no se dignen en ir al lugar de los problemas y sostengan contra viento y marea que las protestas son motivadas por inconfesables objetivos políticos, resulta tan conciliador como patearle las canillas a los negociadores por debajo de la mesa.
En la época del retorno a la democracia, una periodista osó preguntar a los políticos en un programa de televisión sobre el costo del kilo de pan o el valor del pasaje. Ninguno sabía y aparentemente muchos siguen sin saberlo.
Ningún médico dicta un tratamiento sin diagnosticar antes de qué enfermedad se trata y para eso siempre tiene una larga lista de exámenes. Antes los médicos diagnosticaban casi sin tocar al paciente y solían tener éxito. Esa es también, más o menos, la diferencia entre los políticos y los estadistas. El político promedio necesita que sus asesores le digan qué pasa y qué hay que hacer. El estadista tiene una clara percepción de la realidad y está dotado del sentido común necesario para responder a los desafíos que se le plantean.
El problema surge para el político que está desapegado de la realidad y que tiene, además, asesores tan ignorantes como él respecto de las condiciones en las que vive la gente que reclama soluciones a sus problemas. Pedir que alguien tenga la capacidad de anticiparse a las dificultades ya podría parecer desmedido.
Aunque no siempre es tan difícil. En el caso de Coyhaique, por ejemplo, bastaba con saber que los combustibles cuestan casi un 40 por ciento más que en Santiago para prever que el costo de la vida es igualmente desequilibrado y que la gente, tarde o temprano, expresaría su malestar. Pero claro, para eso se requiere de alguien que le diga a la autoridad que el mercado no funciona para las regiones, que la percepción en regiones es que Santiago se lleva lo bueno a costa del sacrificio de las provincias y que la burocracia centralizada se demora años en darse cuenta de cualquier dificultad, por mínima que sea, si se trata de algo que no ocurre en la capital.
Y si se trata de un asesor o de una autoridad local, decir algo tan simple como que la población no está contenta, significa atreverse a correr el riesgo de resultar antipático, lo que es casi lo mismo que caer en desgracia porque al final todos esos cargos son decididos con un criterio político. Lo prudente entonces, cuando se trata de conservar la pega, es quedarse callado simplemente, hasta que revienta la presión acumulada.
En esas circunstancias entonces, que las autoridades centrales no se dignen en ir al lugar de los problemas y sostengan contra viento y marea que las protestas son motivadas por inconfesables objetivos políticos, resulta tan conciliador como patearle las canillas a los negociadores por debajo de la mesa.
En la época del retorno a la democracia, una periodista osó preguntar a los políticos en un programa de televisión sobre el costo del kilo de pan o el valor del pasaje. Ninguno sabía y aparentemente muchos siguen sin saberlo.