LA INSTITUCIONALIDAD DEL EMPATE
Después de veinte años ha ido creciendo la convicción de que el país requiere un cambio en su institucionalidad que haga realmente efectiva la democracia. Ya no basta con declarar, en un acto voluntarista como el del ex-presidente Ricardo Lagos, que las reformas parciales acumuladas en los años justificaban afirmar que la Constitución de 1980 ya no era la misma que impuso la dictadura como para eliminar la firma del Presidente de entonces, porque la experiencia ha demostrado que en Chile la institucionalidad sigue siendo limitada para resolver las demandas ciudadanas.
Por ejemplo, el suspenso a que está supeditado el país con la aprobación o rechazo de la partida presupuestaria de educación es otra prueba concreta de que las instituciones no están funcionando, porque el afán de evitar el conflicto por la vía de garantizar el empate de los dos principales bloques políticos se está traduciendo en la incapacidad del Gobierno para gobernar.
Pero tampoco tenemos un sistema parlamentario, en el que sean los representantes territoriales los que tengan la fuerza para imponer su criterio al Ejecutivo. En este país de ni mucho ni muy poco, el poder está tan diluido en las instituciones que ninguna de ellas tiene la fuerza para establecer con la decisión necesaria la dirección de las políticas públicas. Y si Ejecutivo o Legislativo llegan a imponer su voluntad, aún el Tribunal Constitucional puede determinar otra cosa, sin que ninguno de sus integrantes haya sido electo por el pueblo.
Sin entrar a considerar si en el tema de la educación la razón está de parte del Ejecutivo o del Legislativo, lo cierto es que por primera vez en veinte años está ocurriendo que el Gobierno no tiene el control del Congreso y eso se ha traducido en que se encuentra atado de manos para resolver. Es, simplemente, un nuevo síntoma de que la institucionalidad que nos iba a dar estabilidad y orden -según los autores y defensores de la Constitución de 1980- no soporta el conflicto porque no contiene mecanismos para resolver las diferencias sino que simplemente asumió que el modelo electoral binominal garantizaría siempre un Gobierno fuerte en el que el Presidente tendría toda la autoridad necesaria.