RECONOCERSE
Hay algunas preconcepciones profundamente erradas en el conflicto que mantiene el Estado de Chile con algunos sectores del pueblo mapuche que están haciendo imposible avanzar hacia un entendimiento que permita terminar con la huelga de hambre de los 34 comuneros que se extiende ya casi por 80 días.
Ambas partes suponen actitudes e intenciones de la otra parte, y de esa forma es natural que surjan dudas y recelos que invalidan cualquier posibilidad de diálogo. Por eso es indispensable que Estado y huelguistas, así como el resto del país, hagan un esfuerzo por reconocer al otro y a sí mismos cómo realmente son.
Lo más evidente es algo que se ha dicho innumerables veces. Los huelguistas y las distintas personas imputadas o condenadas por delitos en la zona de la Araucanía no representan a la totalidad de los mapuches. Dicho de otra forma, y aún cuando es discutible el término, no se puede decir que los mapuches sean terroristas, así como en el pasado había que aclarar que tampoco eran delincuentes flojos ni borrachos.
Lo que sí son es un pueblo con severas dificultades para salir de la pobreza y que tiene la legítima aspiración de contar con espacios de mayor autonomía política por parte de la autoridad de un país que no sienten como propio, que aspiran a que su cultura e idiosincrasia no sean arrasadas por la globalización, como está ocurriendo con los mismos elementos de los chilenos sin que se den siquiera cuenta.
Y, especialmente, son un pueblo que tiene el derecho a exigir que se cumplan los compromisos asumidos por el Estado de Chile, tanto en declaraciones formales como en el ordenamiento constitucional y legal del país.
El Estado, por su parte, está obligado a proteger los derechos constitucionales, dentro de los cuales está el derecho a la vida, tan sagrado en el caso de los comuneros como en el de miles de mujeres que, año a año, se practican abortos en condiciones de ilegalidad y clandestinidad, sin que el Estado las persiga judicialmente ni las reprima.
Está fuera de discusión que, en Chile, una huelga de hambre llevada al extremo es ilegal y que el Estado tiene el derecho y la obligación de forzar la alimentación de las personas, pero eso no resuelve el debate sobre la legitimidad moral de una forma de lucha que le valió a Mohandas Gandhi el reconocimiento histórico mundial ni que, en más de una oportunidad ha sido eficiente desde el punto de vista de los resultados de sus protagonistas, aunque en otras ocasiones ha resultado por completo inútil. Paralelamente, existe la Declaración de Malta de la Asamblea Médica Mundial que indica que no se debe intervenir en la huelga de hambre de ninguna persona.
También parece fuera de lugar la discusión sobre lo que se ha hecho respecto al tema indígena en los veinte años de la Concertación y las responsabilidades políticas en la etapa actual del conflicto. La concertación avanzó mucho en entrega de tierras, pero no en lo esencial que es el derecho político a mayores cuotas de autonomía; y el conflicto se origina en la falta de respuestas a esta demanda pero se produjo durante la actual administración. Echarse las culpas mutuamente no tiene mayor relevancia para resolver el problema, y mucho menos si se toma en cuenta que la falta de integración de mapuches y huincas se arrastra hace siglos, desde el momento en que fueron invadidos por los conquistadores españoles y nunca hubo un proceso real de integración.
Por último, hay que señalar que todas estas aclaraciones se hacen necesarias porque, a nivel nacional, hay muchísimas distorsiones de la realidad derivadas de prejuicios centenarios. En oportunidades como estas hay que echar abajo las preconcepciones y reconocer la validez de los argumentos de cada parte, aunque en este caso la urgencia de un acuerdo afecta ese ejercicio de objetividad.
Ambas partes suponen actitudes e intenciones de la otra parte, y de esa forma es natural que surjan dudas y recelos que invalidan cualquier posibilidad de diálogo. Por eso es indispensable que Estado y huelguistas, así como el resto del país, hagan un esfuerzo por reconocer al otro y a sí mismos cómo realmente son.
Lo más evidente es algo que se ha dicho innumerables veces. Los huelguistas y las distintas personas imputadas o condenadas por delitos en la zona de la Araucanía no representan a la totalidad de los mapuches. Dicho de otra forma, y aún cuando es discutible el término, no se puede decir que los mapuches sean terroristas, así como en el pasado había que aclarar que tampoco eran delincuentes flojos ni borrachos.
Lo que sí son es un pueblo con severas dificultades para salir de la pobreza y que tiene la legítima aspiración de contar con espacios de mayor autonomía política por parte de la autoridad de un país que no sienten como propio, que aspiran a que su cultura e idiosincrasia no sean arrasadas por la globalización, como está ocurriendo con los mismos elementos de los chilenos sin que se den siquiera cuenta.
Y, especialmente, son un pueblo que tiene el derecho a exigir que se cumplan los compromisos asumidos por el Estado de Chile, tanto en declaraciones formales como en el ordenamiento constitucional y legal del país.
El Estado, por su parte, está obligado a proteger los derechos constitucionales, dentro de los cuales está el derecho a la vida, tan sagrado en el caso de los comuneros como en el de miles de mujeres que, año a año, se practican abortos en condiciones de ilegalidad y clandestinidad, sin que el Estado las persiga judicialmente ni las reprima.
Está fuera de discusión que, en Chile, una huelga de hambre llevada al extremo es ilegal y que el Estado tiene el derecho y la obligación de forzar la alimentación de las personas, pero eso no resuelve el debate sobre la legitimidad moral de una forma de lucha que le valió a Mohandas Gandhi el reconocimiento histórico mundial ni que, en más de una oportunidad ha sido eficiente desde el punto de vista de los resultados de sus protagonistas, aunque en otras ocasiones ha resultado por completo inútil. Paralelamente, existe la Declaración de Malta de la Asamblea Médica Mundial que indica que no se debe intervenir en la huelga de hambre de ninguna persona.
También parece fuera de lugar la discusión sobre lo que se ha hecho respecto al tema indígena en los veinte años de la Concertación y las responsabilidades políticas en la etapa actual del conflicto. La concertación avanzó mucho en entrega de tierras, pero no en lo esencial que es el derecho político a mayores cuotas de autonomía; y el conflicto se origina en la falta de respuestas a esta demanda pero se produjo durante la actual administración. Echarse las culpas mutuamente no tiene mayor relevancia para resolver el problema, y mucho menos si se toma en cuenta que la falta de integración de mapuches y huincas se arrastra hace siglos, desde el momento en que fueron invadidos por los conquistadores españoles y nunca hubo un proceso real de integración.
Por último, hay que señalar que todas estas aclaraciones se hacen necesarias porque, a nivel nacional, hay muchísimas distorsiones de la realidad derivadas de prejuicios centenarios. En oportunidades como estas hay que echar abajo las preconcepciones y reconocer la validez de los argumentos de cada parte, aunque en este caso la urgencia de un acuerdo afecta ese ejercicio de objetividad.
Labels: Andrés Rojo, mapuches, política