LA OTRA ELECCIÓN
El indudable entusiasmo por la elección presidencial, dado su carácter como una de las de más difícil pronóstico de las últimas décadas, ha llevado a que la atención de la opinión pública se distraiga de la otra elección, quizás tan importante como la presidencial: La renovación de la mitad del Senado y la totalidad de la Cámara de Diputados.
Quien sea electo, tendrá que basarse inevitablemente en un Congreso que, a la luz de los antecedentes disponibles, será al menos de difícil trato para las pretensiones de un Ejecutivo que no dispondrá de una mayoría parlamentaria sólida y permanente. Cualquiera de los candidatos presidenciales que triunfe no tendrá el apoyo del Congreso, por la sencilla razón de que la sola posibilidad de que una mínima parte de los postulantes al Parlamento ajenos a la Concertación o la Coalición por el Cambio puedan resultar electos significa, en los hechos, que ningún bloque tendrá mayoría.
Si a ello se agrega el creciente interés de algunos sectores políticos por promover un cambio del sistema político nacional del actual presidencialismo exacerbado hacia una versión moderada de presidencialismo o directamente hacia un parlamentarismo, están dadas las condiciones para que el sistema político siga siendo motivo de críticas y de señales de insatisfacción, ya sea por la falta de representatividad o su ineficiencia para responder a las necesidades de la comunidad nacional.
Sin duda alguna, nadie le ha informado a la ciudadanía que los representantes que elija para el Parlamento el próximo 13 de diciembre no sólo tendrán la tarea de apoyar o de obstaculizar la gestión del siguiente Presidente de la República, sino que además, y quizás de manera especial, tendrán la misión de liderar el proceso de cambio en el sistema político que parece ya ineludible.
La posibilidad de optar entre meros administradores del actual modelo político -que, sin importar quién lo administre, tiene evidentes fallas en lo que se refiere a su capacidad de representación y eficiencia- o de promover un recambio de nuestra dirigencia política que trascienda las caricaturas generacionales entre ser joven o viejo debería ser un asunto central en la votación parlamentaria.
Más allá de que esta situación de disyuntiva pueda estar o no madura para diciembre, es interesante constatar que la figura demarco Enríquez-Ominami ha generado un efecto que no produjeron anteriormente otras candidaturas presidenciales alternativas, ya fueran Manfred Max-Neef o Cristián Reitze en 1993; Arturo Frei, Sara Larraín o Tomás Hirsch en 1999: o el mismo Hirsch el 2005, y eso es demostración de que los cambios en la sociedad son reales y deben ser recogidos por los postulantes al Congreso Nacional.
Quien sea electo, tendrá que basarse inevitablemente en un Congreso que, a la luz de los antecedentes disponibles, será al menos de difícil trato para las pretensiones de un Ejecutivo que no dispondrá de una mayoría parlamentaria sólida y permanente. Cualquiera de los candidatos presidenciales que triunfe no tendrá el apoyo del Congreso, por la sencilla razón de que la sola posibilidad de que una mínima parte de los postulantes al Parlamento ajenos a la Concertación o la Coalición por el Cambio puedan resultar electos significa, en los hechos, que ningún bloque tendrá mayoría.
Si a ello se agrega el creciente interés de algunos sectores políticos por promover un cambio del sistema político nacional del actual presidencialismo exacerbado hacia una versión moderada de presidencialismo o directamente hacia un parlamentarismo, están dadas las condiciones para que el sistema político siga siendo motivo de críticas y de señales de insatisfacción, ya sea por la falta de representatividad o su ineficiencia para responder a las necesidades de la comunidad nacional.
Sin duda alguna, nadie le ha informado a la ciudadanía que los representantes que elija para el Parlamento el próximo 13 de diciembre no sólo tendrán la tarea de apoyar o de obstaculizar la gestión del siguiente Presidente de la República, sino que además, y quizás de manera especial, tendrán la misión de liderar el proceso de cambio en el sistema político que parece ya ineludible.
La posibilidad de optar entre meros administradores del actual modelo político -que, sin importar quién lo administre, tiene evidentes fallas en lo que se refiere a su capacidad de representación y eficiencia- o de promover un recambio de nuestra dirigencia política que trascienda las caricaturas generacionales entre ser joven o viejo debería ser un asunto central en la votación parlamentaria.
Más allá de que esta situación de disyuntiva pueda estar o no madura para diciembre, es interesante constatar que la figura demarco Enríquez-Ominami ha generado un efecto que no produjeron anteriormente otras candidaturas presidenciales alternativas, ya fueran Manfred Max-Neef o Cristián Reitze en 1993; Arturo Frei, Sara Larraín o Tomás Hirsch en 1999: o el mismo Hirsch el 2005, y eso es demostración de que los cambios en la sociedad son reales y deben ser recogidos por los postulantes al Congreso Nacional.
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