LA GLOBALIZACIÓN DEL DERECHO
Es de buen gusto condenar el derrocamiento del presidente constitucional Manuel Zelaya, aun antes de sopesar todos los elementos que intervienen en el asunto. Recurriendo a la simplificación de que Zelaya es el presidente electo, basta para repudiar su caída, y más aún si se toma en cuenta que en pocos días más se realizaría un plebiscito para modificar el mandato presidencial de ese país, lo que implicaba en el fondo dirimir las principales controversias que atravesaban a la sociedad hondureña, y que de todos modos, su mandato terminaría en unos seis meses más.
Sin embargo, antes de condenar o avalar una acción de esta naturaleza con el entusiasmo con que se ha hecho, es indispensable hacer algunas precisiones. En primer lugar, el uso de armas ya es, de por sí, una señal de que no se ha actuado con apego a la constitucionalidad y las leyes, como lo aseguran los golpistas encabezados por la Corte Suprema que pusieron en el cargo de Presidente al líder del Congreso, Roberto Micheletti. Si Zelaya efectivamente violó las disposiciones constitucionales y presentaba rasgos de inestabilidad mental, como acusan sus detractores, hay mecanismos para resolver las imputaciones. No basta para ello, en todo caso que, habiendo sido elegido por el Partido Liberal se declarara socialista de forma abrupta y en contra de la voluntad de su partido.
El segundo aspecto a tomar en cuenta es la condición de democráticas de las autoridades hondureñas. Zelaya fue electo por voluntad popular, y los integrantes de la Corte Suprema no. Si hay controversias sobre la legalidad de los actos de cada cual, se puede recurrir a los organismos internacionales, pero evidentemente no es solución sacar a punta de metralleta a una de las partes, junto con todos sus partidarios, y expulsarlo del país.
Finalmente, si se acepta el derecho de la comunidad internacional a intervenir en situaciones de este tipo -más allá de quien tenga la razón-, esa prerrogativa debe tener vigencia para todos los casos en que se atropellen determinadas exigencias institucionales. De hecho, en situaciones como la ocurrida en Honduras se asume que la democracia es un derecho de los pueblos y que toda la Humanidad tiene el deber de hacer respetar ese derecho. Pero esa exigencia sólo se justifica si se aplica para todas las situaciones y no sólo para las naciones pequeñas. Quien sea consecuente con ese principio podrá actuar, pero quien calla ante los abusos de las potencias para denunciar a los pequeños sólo está tratando de sacar provecho político de un conflicto que difícilmente podrá tener impacto en otros puntos del planeta.
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