ANARQUÍA
La muerte de un joven portando una bomba puede haber parecido a mucha gente un hecho curioso y aislado, pero es una grave señal de una situación a la que no se le ha prestado la debida atención.
Se habla mucho de la marginación de todo tipo en la que se encuentran los jóvenes de nuestro país, poniéndose el acento en su desidia a la hora de inscribirse en los registros electorales, pero también hay otras situaciones dramáticas como su alto nivel de cesantía y las bajas remuneraciones que se les pagan con el argumento de su menor calificación y otras menos evidentes como las dificultades en su acceso a una educación de calidad, la vivienda propia o el derecho a ser reconocidos como personas plenas.
Cada vez que se difunde un reportaje sobre las denominadas tribus urbanas, se toma a los jóvenes como curiosidades o anormalidades y no se considera que su forma de vivir está comenzando a predominar en la sociedad por la sencilla razón de que son mayoría. Si no han hecho pesar su voz es simplemente porque no han querido o no han sabido hacerlo, pero eso no significa que no tengan una opinión ni que su malestar por la marginación en la que se encuentran no sea verdadero.
Dentro de sus conductas posibles, no es razonable esperar que se sometan a las reglas de comportamiento que tienen los adultos pero sí es lógico suponer que algunos de ellos, muchos posiblemente, adopten una actitud contraria a una sociedad que perciben como una virtual adversaria, y dentro de eso el anarquismo pasa a tener una relevancia que no ha sido debidamente considerada ni atendida.
Ser anarquista puede llevar a cometer delitos, pero serlo no es en sí mismo un delito, sino una forma de pensamiento que se aleja de los moldes tradicionales, y ello no ocurre porque esos jóvenes sean malos per se sino porque no ven más alternativas que la rebelión, la misma rebelión que la propia Iglesia Católica considera valedera como una forma de lucha ante la opresión.
Una cosa es preservar la paz social, eventualmente amenazada por conductas delictuales específicas, pero es bien distinto asumir que ello requiere criminalizar a quienes puedan llegar a tener esas conductas. Es el mismo razonamiento que se utilizó en la década de los ‘80 cuando se estableció ¡en la propia Constitución! que ser marxista era ilegal, norma que fue derogada por un acuerdo entre la Concertación y el régimen militar. Pareciera que en vez de avanzar hacia una efectiva democracia, capaz de acoger a todas las personas y de darle a todos reales posibilidades de desarrollo, se asume la tentación de prohibir lo que es distinto.
Se habla mucho de la marginación de todo tipo en la que se encuentran los jóvenes de nuestro país, poniéndose el acento en su desidia a la hora de inscribirse en los registros electorales, pero también hay otras situaciones dramáticas como su alto nivel de cesantía y las bajas remuneraciones que se les pagan con el argumento de su menor calificación y otras menos evidentes como las dificultades en su acceso a una educación de calidad, la vivienda propia o el derecho a ser reconocidos como personas plenas.
Cada vez que se difunde un reportaje sobre las denominadas tribus urbanas, se toma a los jóvenes como curiosidades o anormalidades y no se considera que su forma de vivir está comenzando a predominar en la sociedad por la sencilla razón de que son mayoría. Si no han hecho pesar su voz es simplemente porque no han querido o no han sabido hacerlo, pero eso no significa que no tengan una opinión ni que su malestar por la marginación en la que se encuentran no sea verdadero.
Dentro de sus conductas posibles, no es razonable esperar que se sometan a las reglas de comportamiento que tienen los adultos pero sí es lógico suponer que algunos de ellos, muchos posiblemente, adopten una actitud contraria a una sociedad que perciben como una virtual adversaria, y dentro de eso el anarquismo pasa a tener una relevancia que no ha sido debidamente considerada ni atendida.
Ser anarquista puede llevar a cometer delitos, pero serlo no es en sí mismo un delito, sino una forma de pensamiento que se aleja de los moldes tradicionales, y ello no ocurre porque esos jóvenes sean malos per se sino porque no ven más alternativas que la rebelión, la misma rebelión que la propia Iglesia Católica considera valedera como una forma de lucha ante la opresión.
Una cosa es preservar la paz social, eventualmente amenazada por conductas delictuales específicas, pero es bien distinto asumir que ello requiere criminalizar a quienes puedan llegar a tener esas conductas. Es el mismo razonamiento que se utilizó en la década de los ‘80 cuando se estableció ¡en la propia Constitución! que ser marxista era ilegal, norma que fue derogada por un acuerdo entre la Concertación y el régimen militar. Pareciera que en vez de avanzar hacia una efectiva democracia, capaz de acoger a todas las personas y de darle a todos reales posibilidades de desarrollo, se asume la tentación de prohibir lo que es distinto.
Labels: anarquía, Andrés Rojo, juventud, política