La muerte de Daniel Zamudio, a causa de la golpiza por parte de un grupo de delincuentes denunciados como neo-nazis, ha generado una comprensible reacción de indignación ciudadana por la atrocidad del crimen cometido y, casi de inmediato, la correspondiente oleada de malestar por la persistencia de conductas de discriminación de todo tipo en el país y la lentitud de las autoridades políticas y legislativas por establecer normas y políticas destinadas a prevenir y sancionar este tipo de conductas.
Pero hay una discusión de fondo que no se ha realizado, a pesar de que es uno de los puntos débiles de cualquier sistema democrática y que nuestro propio país incurrió en ese error dentro de la propia Constitución, en algún momento, y esto se refiere al derecho de la democracia de defenderse de quienes atentan contra ella.
El sistema democrático tiene que reconocer a todos el derecho a ejercer las libertades reconocidas por la Constitución, entre ellas el derecho a la expresión y la opinión, pero no se ha normado cuál es el límite entre ese derecho y el abuso de la libertad que transforma la conducta en delito.
En teoría, se puede decir -porque es una opinión- que determinados grupos sociales no tienen la misma dignidad que otros, pero lo que no se puede hacer es arrogarse el derecho a atacarlos en nombre de un supuesto interés por preservar la paz o el bienestar del resto de la sociedad. Pero del mismo modo, tampoco la autoridad ni ningún particular puede apropiarse del derecho de decidir quiénes o qué pensamientos son dañinos para la sociedad.
Ya en el pasado, en plena dictadura, se estableció el ominoso artículo 8º de la Constitución, que sancionaba la “propagación de doctrinas que atenten contra la familia, propugnen la violencia o una concepción del Estado o del orden jurídico, de carácter totalitario o fundado en la lucha de clases, es ilícito y contrario al ordenamiento institucional de la República”, y que fue derogado en 1989. El ex-canciller socialista Clodomiro Almeyda, al regresar al país clandestinamente de su exilio, fue procesado por esa disposición, convirtiéndose en la única persona en la historia en ser declarada “inconstitucional”.
Luego del asesinato de Zamudio se han observado algunas reacciones tendientes a perseguir a los grupos organizados que discriminan, a los parlamentarios que, siguiendo su consciencia, han votado los proyectos de ley de determinada manera y hasta a las iglesias por no haber cumplido lo que se considera su deber.
Cada vez que hay una polémica se percibe la tendencia en algunos a descalificar a quienes opinan distinto, y vuelan los epítetos de fascista, marxista, sin considerar que eso también es una forma de incitar al odio.
Hay que tener cuidado con que no terminemos discriminando (y odiando) a los que discriminan y odian.