CHILE ES UN FESTIVAL
La condición de hito veraniego del Festival de Viña no es discutida por nadie, pero resulta interesante anotar la evolución que ha tenido este evento en sus ahora cincuenta años de existencia, que van a la par y reflejan en cierta forma los cambios que ha vivido la propia sociedad.
En sus inicios, se encontraba lejos de la masividad actual. Las primeras ediciones fueron transmitidas sólo por radio y luego por una televisión en blanco y negro que, sin la espectacularidad del color, ya presagiaba el impacto medial de un encuentro musical sin más pretensiones que atraer turistas y cerrar en cierta forma el período vacacional de cada año.
Pero también ha habido un proceso de transformaciones desde el punto de vista político. De la asepsia inicial, tan inocua como la Nueva Ola de los ‘60s, se pasó por un período politizado en que pasaron por el mismo escenario Quilapayún y Los Huasos Quincheros, aunque en días distintos para evitar la mezcla de los públicos. Tras ese período, es bien sabido, se impuso un largo período en el que las expresiones políticas estuvieron ausentes, salvo chispazos ocasionales, como algún chiste de humoristas valientes, un José Luis Rodríguez pidiendo “escuchar la voz del pueblo” o una peruana descalificada de la competencia por una canción con muchas palabras “No” el mismo año del plebiscito.
Tras la reinstauración de la democracia, como era lógico, los organizadores se dieron algunos gustos, incluyendo en el show a artistas que habían estado vetados durante 17 años, pero eso ya también paso y lo que hoy se vive es el pluralismo. En la misma jornada inaugural Serrat y La Noche; Juanes, Ubiergo y KC a la segunda noche; rock, baladas, salsa y reggaeton en los demás días. Esto no es sólo eclecticismo musical o estrategia de marketing, sino que es respeto por las distintas sensibilidades de la sociedad.
Por otra parte, hay que resaltar que, a diferencia de las épocas de ideologización o de exclusión, hoy en día la sociedad chilena acepta todas estas muestras artísticas, con mayor o menor valor en lo estrictamente musical, pero idéntica legitimidad ante el público, y se acepta la convivencia de estilos de una manera que antes no se producía.
Este sólo argumento basta para reconocer la importancia del Festival de Viña o de cualquier otro evento que pudiera ser considerado farandulero por personas solemnemente serias, y a la validez que da la convivencia se agrega la capacidad de este tipo de encuentros de ir educando a la gente en el valor de la tolerancia.
En sus inicios, se encontraba lejos de la masividad actual. Las primeras ediciones fueron transmitidas sólo por radio y luego por una televisión en blanco y negro que, sin la espectacularidad del color, ya presagiaba el impacto medial de un encuentro musical sin más pretensiones que atraer turistas y cerrar en cierta forma el período vacacional de cada año.
Pero también ha habido un proceso de transformaciones desde el punto de vista político. De la asepsia inicial, tan inocua como la Nueva Ola de los ‘60s, se pasó por un período politizado en que pasaron por el mismo escenario Quilapayún y Los Huasos Quincheros, aunque en días distintos para evitar la mezcla de los públicos. Tras ese período, es bien sabido, se impuso un largo período en el que las expresiones políticas estuvieron ausentes, salvo chispazos ocasionales, como algún chiste de humoristas valientes, un José Luis Rodríguez pidiendo “escuchar la voz del pueblo” o una peruana descalificada de la competencia por una canción con muchas palabras “No” el mismo año del plebiscito.
Tras la reinstauración de la democracia, como era lógico, los organizadores se dieron algunos gustos, incluyendo en el show a artistas que habían estado vetados durante 17 años, pero eso ya también paso y lo que hoy se vive es el pluralismo. En la misma jornada inaugural Serrat y La Noche; Juanes, Ubiergo y KC a la segunda noche; rock, baladas, salsa y reggaeton en los demás días. Esto no es sólo eclecticismo musical o estrategia de marketing, sino que es respeto por las distintas sensibilidades de la sociedad.
Por otra parte, hay que resaltar que, a diferencia de las épocas de ideologización o de exclusión, hoy en día la sociedad chilena acepta todas estas muestras artísticas, con mayor o menor valor en lo estrictamente musical, pero idéntica legitimidad ante el público, y se acepta la convivencia de estilos de una manera que antes no se producía.
Este sólo argumento basta para reconocer la importancia del Festival de Viña o de cualquier otro evento que pudiera ser considerado farandulero por personas solemnemente serias, y a la validez que da la convivencia se agrega la capacidad de este tipo de encuentros de ir educando a la gente en el valor de la tolerancia.
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