UN PAÍS DE PARTIDOS
Tras la promesa de un gobierno de ciudadanos, a cinco meses de la nueva administración de la Presidenta Michelle Bachelet, Chile ha vuelto a ser lo que siempre ha sido para gran disgusto de la mayoría de ciudadanos independientes: Un país de partidos políticos.
Cuando la autoridad se enreda al tratar de asumir su liderazgo, y lo que dice ella después es precisado por un ministro, desmentido por otro y reafirmado por un tercero, para que después venga ella misma a decir que no se arrepiente de lo dicho, la gente simplemente no sabe a qué atenerse.
En esas condiciones se abre el espacio para que sean los partidos los que asuman la iniciativa, pero como las colectividades no tienen el mayor respeto de la ciudadanía se produce un contrasentido que tampoco es zanjado por el Gobierno, que no aprovecha los eventuales acuerdos que puedan alcanzar los partidos y le quita el piso a cualquier negociación para quedarse con la batuta y de nuevo no tener la capacidad de conducir al país.
La sensación final con la que se queda la gente es que en Chile no manda nadie y que cada quien hace lo que le parece mientras no se trate de algo ilegal. En estas condiciones, los partidos tienen la oportunidad histórica de justificarse ante el país y demostrar que sí tienen la sapiencia, la experiencia y la madurez para poner un poco de orden.
Tradicionalmente, la política chilena se ha desarrollado a través de los partidos. Los gobiernos se han conformado gracias a las alianzas de los partidos, han sido los partidos los que han propuesto a los candidatos al Parlamento y a los cargos en el Ejecutivo, y cualquiera sabe que para ser electo es indispensable contar con una base de respaldo en cualquier colectividad que tenga peso electoral.
Esa situación, sin embargo, ha sido denostada tras 17 años de propaganda contraria a los partidos durante la dictadura y por las evidencias de poco más de 16 años de democracia conducida por la Concertación en que la opinión pública ha presenciado casos de abuso que, aunque no sean predominantes, sí han configurado una percepción negativa de los partidos.
De ahí la verdadera obsesión por la independencia y, ahora último, por entregarle el poder a los ciudadanos, una entelequia que no significa nada concreto porque, se quiera o no, la gente necesita organizarse para ejercer la soberanía popular y ese tipo de organización se llama partido político, y son estas entidades las que tienen ahora el espacio y la oportunidad para demostrar que sí pueden y quieren trabajar por el bienestar de todos los chilenos, con generosidad e inteligencia.
Tras la promesa de un gobierno de ciudadanos, a cinco meses de la nueva administración de la Presidenta Michelle Bachelet, Chile ha vuelto a ser lo que siempre ha sido para gran disgusto de la mayoría de ciudadanos independientes: Un país de partidos políticos.
Cuando la autoridad se enreda al tratar de asumir su liderazgo, y lo que dice ella después es precisado por un ministro, desmentido por otro y reafirmado por un tercero, para que después venga ella misma a decir que no se arrepiente de lo dicho, la gente simplemente no sabe a qué atenerse.
En esas condiciones se abre el espacio para que sean los partidos los que asuman la iniciativa, pero como las colectividades no tienen el mayor respeto de la ciudadanía se produce un contrasentido que tampoco es zanjado por el Gobierno, que no aprovecha los eventuales acuerdos que puedan alcanzar los partidos y le quita el piso a cualquier negociación para quedarse con la batuta y de nuevo no tener la capacidad de conducir al país.
La sensación final con la que se queda la gente es que en Chile no manda nadie y que cada quien hace lo que le parece mientras no se trate de algo ilegal. En estas condiciones, los partidos tienen la oportunidad histórica de justificarse ante el país y demostrar que sí tienen la sapiencia, la experiencia y la madurez para poner un poco de orden.
Tradicionalmente, la política chilena se ha desarrollado a través de los partidos. Los gobiernos se han conformado gracias a las alianzas de los partidos, han sido los partidos los que han propuesto a los candidatos al Parlamento y a los cargos en el Ejecutivo, y cualquiera sabe que para ser electo es indispensable contar con una base de respaldo en cualquier colectividad que tenga peso electoral.
Esa situación, sin embargo, ha sido denostada tras 17 años de propaganda contraria a los partidos durante la dictadura y por las evidencias de poco más de 16 años de democracia conducida por la Concertación en que la opinión pública ha presenciado casos de abuso que, aunque no sean predominantes, sí han configurado una percepción negativa de los partidos.
De ahí la verdadera obsesión por la independencia y, ahora último, por entregarle el poder a los ciudadanos, una entelequia que no significa nada concreto porque, se quiera o no, la gente necesita organizarse para ejercer la soberanía popular y ese tipo de organización se llama partido político, y son estas entidades las que tienen ahora el espacio y la oportunidad para demostrar que sí pueden y quieren trabajar por el bienestar de todos los chilenos, con generosidad e inteligencia.