AMISTAD CIVICA
Diversos actores políticos, e incluso de la Iglesia Católica, han venido expresando en el último tiempo su preocupación por el lenguaje empleado por autoridades civiles y dirigentes políticos, indicando que ese fenómeno sería sintomático de un deterioro de la convivencia entre los diferentes sectores de la vida nacional y dificultaría los eventuales acuerdos que necesitaría el país para su progreso.
Al respecto, es preciso comenzar señalando que con esta supuesta beligerancia ocurre algo similar a lo que sucede con la delincuencia, en cuanto a que la percepción supera a la realidad. Es cierto que algunos personajes han utilizado expresiones más fuertes que las habituales, pero es cierto al mismo tiempo que lo han hecho en defensa de situaciones que consideran, con razón o no, como preocupantes para la comunidad nacional, de acuerdo a sus respectivos puntos de vista.
Por otra parte, no se debe olvidar que la política es esencialmente controversial. Si la oposición le encontrara la razón en todo al Gobierno, perdería su razón de ser, y ocurre lo mismo en el sentido inverso. Se puede pedir que tengan mejores argumentos, pero es absurdo pedir formas de expresión propias del Manual de Carreño.
No se puede considerar como un agravio que la oposición use todas las herramientas legales a su alcance para fiscalizar al Gobierno, ni tampoco que el Ejecutivo resuelva por sí solo las iniciativas que quiera impulsar. Pero no se puede pretender que, tomadas tales decisiones, la contraparte se sume con entusiasmo a lo que no le conviene, siempre de acuerdo a su propia perspectiva.
De igual forma se debe considerar que las “superioridades morales” que se esgrimieron en el pasado como sustento de las “verdades” de unos sobre otros ya no tienen asidero en la realidad y -quizás lo más importante- que estas “superioridades” o “inferioridades” le resultan bien poco relevantes a la ciudadanía que ve que, de un lado u otro, existen faltas que restan validez a la argumentación de cada sector en el debate político.
Asimismo, es necesario dejar constancia que la supuesta “beligerancia verbal” está radicada exclusivamente en la clase política y no se ha extendido al resto de la sociedad ni ha generado enfrentamientos callejeros, como se ha afirmado, por lo que se puede deducir que, de existir, sería un fenómeno esencialmente cupular y artificial.
La cultura de los acuerdos del comienzo de la transición hace tiempo que no existe y no se debe temer al debate, ni siquiera cuando este se haga con fuerza ni mucho menos cuando la firmeza permite conocer las diferencias de los diversos sectores políticos que, hasta hace pocos años, parecían uniformados tras una “verdad” común que ya no parece sostenible para todos.
Al respecto, es preciso comenzar señalando que con esta supuesta beligerancia ocurre algo similar a lo que sucede con la delincuencia, en cuanto a que la percepción supera a la realidad. Es cierto que algunos personajes han utilizado expresiones más fuertes que las habituales, pero es cierto al mismo tiempo que lo han hecho en defensa de situaciones que consideran, con razón o no, como preocupantes para la comunidad nacional, de acuerdo a sus respectivos puntos de vista.
Por otra parte, no se debe olvidar que la política es esencialmente controversial. Si la oposición le encontrara la razón en todo al Gobierno, perdería su razón de ser, y ocurre lo mismo en el sentido inverso. Se puede pedir que tengan mejores argumentos, pero es absurdo pedir formas de expresión propias del Manual de Carreño.
No se puede considerar como un agravio que la oposición use todas las herramientas legales a su alcance para fiscalizar al Gobierno, ni tampoco que el Ejecutivo resuelva por sí solo las iniciativas que quiera impulsar. Pero no se puede pretender que, tomadas tales decisiones, la contraparte se sume con entusiasmo a lo que no le conviene, siempre de acuerdo a su propia perspectiva.
De igual forma se debe considerar que las “superioridades morales” que se esgrimieron en el pasado como sustento de las “verdades” de unos sobre otros ya no tienen asidero en la realidad y -quizás lo más importante- que estas “superioridades” o “inferioridades” le resultan bien poco relevantes a la ciudadanía que ve que, de un lado u otro, existen faltas que restan validez a la argumentación de cada sector en el debate político.
Asimismo, es necesario dejar constancia que la supuesta “beligerancia verbal” está radicada exclusivamente en la clase política y no se ha extendido al resto de la sociedad ni ha generado enfrentamientos callejeros, como se ha afirmado, por lo que se puede deducir que, de existir, sería un fenómeno esencialmente cupular y artificial.
La cultura de los acuerdos del comienzo de la transición hace tiempo que no existe y no se debe temer al debate, ni siquiera cuando este se haga con fuerza ni mucho menos cuando la firmeza permite conocer las diferencias de los diversos sectores políticos que, hasta hace pocos años, parecían uniformados tras una “verdad” común que ya no parece sostenible para todos.
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