¿Por qué es malo el Binominal?
En la sociedad se suelen formar amplios consensos sobre las materias más variadas, y en muchos casos se trata de fenómenos sociológicos sin mayor fundamento en una apreciación objetiva de los hechos, sino consensos que se forman a partir de la repetición de las opiniones de los demás.
Algo parecido ocurre con el sistema electoral binominal que, de tanto escuchar que es malo, ha llegado a ocupar un lugar preponderante entre las inquietudes ciudadanas, sin atender a las bondades que, sin duda, tiene. De todos modos sus desventajas justifican su reemplazo por un sistema más representativo de la voluntad ciudadana, pero hay que tener razones. La decisión de fondo es, entonces, respecto a cuál es el criterio empleado para su evaluación.
Originalmente, cuando la dictadura impuso el binominal entre medio de la institucionalidad destinada a evitar los conflictos políticos previos al ‘73, y recogiendo la experiencia de Estados Unidos e Inglaterra, entre otros, se trataba de forzar la agrupación de las corrientes políticas en dos grandes bloques. La idea era prevenir que, con el retorno a la democracia, resurgieran también los tradicionales tres tercios del sistema de partidos chilenos -izquierda, centro, derecha- en el que ningún sector tenía la mayoría absoluta. Con el mismo propósito se estableció la segunda vuelta para la elección presidencial.
Esa es la primera crítica que merece el binominal: Intentar cambiar la realidad a punta de normas legales. En lugar de establecer mecanismos para facilitar los acuerdos políticos, se prefirió rigidizar la expresión de la ciudadanía, en el entendido que los partidos representan las principales corrientes de pensamiento existentes en la sociedad.
La segunda es que este sistema establece un piso altísimo para resultar electo como parlamentario y, al mismo tiempo, distorsiona la representatividad de los partidos. Como cada bloque presenta dos candidatos, para elegir a los dos tiene que reunir el 67 % de los votos y para asegurar uno tiene que superar el 34 %. Ese es el piso para una tercera fuerza política para ir al Congreso. Entre el 35 y el 66 % da lo mismo, porque se elige la misma cantidad de parlamentarios.
Asimismo, si una lista obtiene el 67 % de los votos, da lo mismo lo que tenga cada candidato porque uno puede aportar el 66,9 y asegura la elección del que tiene el 0,1 % e incluso menos. Ha habido casos en las elecciones municipales en que sale un concejal con dos votos, así como en las parlamentarias de candidatos que obtienen la primera mayoría pero que, por no llevar compañero de lista, es duplicado por la lista adversaria y desplazado.
A ello se agrega la injusticia que afecta a los independientes, cuyos votos favorecen a sus compañeros de lista que son militantes de un partido, mientras que los votos de los militantes no se suman al independiente cuando este es el primero en la lista.
Por otra parte, como la ley establece que no se pueden presentar más de dos candidatos por lista, se fomenta también la división de los bloques políticos en no más dos sectores y es imposible que terceras fuerzas puedan medir su apoyo electoral, lo que implica a la vez que son los partidos los que definen sus postulantes sin necesitar la participación ciudadana. Luego se agrega que la competencia real es al interior de cada lista, porque cada una de ellas tiene más o menos asegurado un cargo. De esa forma, la Concertación que se creó con 17 partidos ahora tiene cuatro y los recelos entre ellos, tal como ocurre con la Derecha, dificulta el trabajo conjunto al que están obligados.
El binominal significa que una fuerza política puede tener un tercio de los votos y quedar fuera, repartiéndose los cargos entre las demás, como le ocurrió al PC por veinte años, lo que significa a su vez que los grupos que sí obtienen candidatos electos tienen la posibilidad de tener más representantes de los que le corresponderían proporcionalmente. La UDI, por ejemplo, con el 23 % de los votos tiene el 33% de los diputados.
Es evidente que no hay sistemas electorales perfectos, pero el binominal, que efectivamente ayudó a la consolidación de la democracia, ya no tiene la misma justificación a más de veinte años de su imposición, y menos cuando la sociedad chilena es cada vez más plural y diversificada, con partidos políticos desprestigiados y la existencia de candidatos que sí representan a un amplio sector de la sociedad.
Finalmente, es necesario insistir en que el cambio del sistema electoral no es un asunto antojadizo. En la medida que el Parlamento sea representativo de la sociedad es más factible esperar que los dirigentes políticos interpreten los anhelos y necesidades de la gente. En estos momentos, el Congreso se ha conformado con poco más de la mitad de los potenciales electores y el resto de la gente simplemente no está representada ni comprometida con el sistema político.
Algo parecido ocurre con el sistema electoral binominal que, de tanto escuchar que es malo, ha llegado a ocupar un lugar preponderante entre las inquietudes ciudadanas, sin atender a las bondades que, sin duda, tiene. De todos modos sus desventajas justifican su reemplazo por un sistema más representativo de la voluntad ciudadana, pero hay que tener razones. La decisión de fondo es, entonces, respecto a cuál es el criterio empleado para su evaluación.
Originalmente, cuando la dictadura impuso el binominal entre medio de la institucionalidad destinada a evitar los conflictos políticos previos al ‘73, y recogiendo la experiencia de Estados Unidos e Inglaterra, entre otros, se trataba de forzar la agrupación de las corrientes políticas en dos grandes bloques. La idea era prevenir que, con el retorno a la democracia, resurgieran también los tradicionales tres tercios del sistema de partidos chilenos -izquierda, centro, derecha- en el que ningún sector tenía la mayoría absoluta. Con el mismo propósito se estableció la segunda vuelta para la elección presidencial.
Esa es la primera crítica que merece el binominal: Intentar cambiar la realidad a punta de normas legales. En lugar de establecer mecanismos para facilitar los acuerdos políticos, se prefirió rigidizar la expresión de la ciudadanía, en el entendido que los partidos representan las principales corrientes de pensamiento existentes en la sociedad.
La segunda es que este sistema establece un piso altísimo para resultar electo como parlamentario y, al mismo tiempo, distorsiona la representatividad de los partidos. Como cada bloque presenta dos candidatos, para elegir a los dos tiene que reunir el 67 % de los votos y para asegurar uno tiene que superar el 34 %. Ese es el piso para una tercera fuerza política para ir al Congreso. Entre el 35 y el 66 % da lo mismo, porque se elige la misma cantidad de parlamentarios.
Asimismo, si una lista obtiene el 67 % de los votos, da lo mismo lo que tenga cada candidato porque uno puede aportar el 66,9 y asegura la elección del que tiene el 0,1 % e incluso menos. Ha habido casos en las elecciones municipales en que sale un concejal con dos votos, así como en las parlamentarias de candidatos que obtienen la primera mayoría pero que, por no llevar compañero de lista, es duplicado por la lista adversaria y desplazado.
A ello se agrega la injusticia que afecta a los independientes, cuyos votos favorecen a sus compañeros de lista que son militantes de un partido, mientras que los votos de los militantes no se suman al independiente cuando este es el primero en la lista.
Por otra parte, como la ley establece que no se pueden presentar más de dos candidatos por lista, se fomenta también la división de los bloques políticos en no más dos sectores y es imposible que terceras fuerzas puedan medir su apoyo electoral, lo que implica a la vez que son los partidos los que definen sus postulantes sin necesitar la participación ciudadana. Luego se agrega que la competencia real es al interior de cada lista, porque cada una de ellas tiene más o menos asegurado un cargo. De esa forma, la Concertación que se creó con 17 partidos ahora tiene cuatro y los recelos entre ellos, tal como ocurre con la Derecha, dificulta el trabajo conjunto al que están obligados.
El binominal significa que una fuerza política puede tener un tercio de los votos y quedar fuera, repartiéndose los cargos entre las demás, como le ocurrió al PC por veinte años, lo que significa a su vez que los grupos que sí obtienen candidatos electos tienen la posibilidad de tener más representantes de los que le corresponderían proporcionalmente. La UDI, por ejemplo, con el 23 % de los votos tiene el 33% de los diputados.
Es evidente que no hay sistemas electorales perfectos, pero el binominal, que efectivamente ayudó a la consolidación de la democracia, ya no tiene la misma justificación a más de veinte años de su imposición, y menos cuando la sociedad chilena es cada vez más plural y diversificada, con partidos políticos desprestigiados y la existencia de candidatos que sí representan a un amplio sector de la sociedad.
Finalmente, es necesario insistir en que el cambio del sistema electoral no es un asunto antojadizo. En la medida que el Parlamento sea representativo de la sociedad es más factible esperar que los dirigentes políticos interpreten los anhelos y necesidades de la gente. En estos momentos, el Congreso se ha conformado con poco más de la mitad de los potenciales electores y el resto de la gente simplemente no está representada ni comprometida con el sistema político.
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