LA EROSIÓN DE LOS LÍMITES ENTRE LOS PODERES DEL ESTADO
Parlamentarios asumiendo la tarea de acordar con la sociedad civil asuntos que le corresponden al Ejecutivo, el Gobierno anunciando que determinará los ascensos y promociones de los jueces dependiendo de que fallen según los intereses del gobernante, un Poder Judicial anunciando que aspira a tener capacidad legislativa en los asuntos referentes a los tribunales y su organización.
Charles de Secondat, más conocido como el Barón de Montesquieu, autor de la estructura moderna que han asumido la mayoría de los estados occidentales, no entendería nada porque uno de los principios básicos de su teoría es la separación de los tres ‘poderes del Estado -Ejecutivo, Legislativo y Judicial- porque de esa forma se aseguraría que cualquiera de ellos prevaleciera sobre los otros.
Lo que no podía suponer Montesquieu es que su teoría se interpretara “a la chilena”, lo que implica prácticamente que casi cualquiera puede sentirse con autoridad para ir contra la tradición y la lógica imperante en el hemisferio occidental, sin más argumento que la conveniencia y, mucho menos, sin una debida reflexión.
Sin embargo, no siempre fue así y, de hecho, nuestro país tiene una imagen internacional de seriedad que nos cuesta comprender a quienes habitamos el territorio. En ocasiones, hablar de chambonadas o cantinfladas no parece alcanzar a cubrir la intensidad o profundidad de algunos de los despropósitos en que incurren nuestras autoridades y que, a pesar de nuestra costumbre de esperarlo todo, incluso lo inimaginable, nos siguen sorprendiendo por su falta de criterio e inteligencia.
Las instituciones hay que cuidarlas sin perder al mismo tiempo la dosis necesaria de irreverencia que permita mantener una mirada crítica que anuncie la necesidad de reformarlas, pero eso requiere un proceso de pensamiento que, en más ocasiones de las aceptables, parece ser reemplazado por la improvisación o las orientaciones de algún “iluminado” carente de la habilidad que tenía un Montesquieu, un Diego Portales o un Andrés Bello.
Evidentemente, no es esa la forma en la que avanzan los países y no puede ser que el único consuelo que nos quede de estos últimos días es que estas demostraciones de impericia hayan sido protagonizadas por representantes de todos los poderes del Estado. La seriedad no es un asunto que se preste para consuelos morales por empates triples ni para demostraciones de voluntarismo que escapan del buen sentido de la mayoría de las democracias occidentales. Sin duda, nuestro sistema político requiere mejoramientos, pero para eso se precisan personas que piensen en grande y no quienes piensen en ventajas pequeñas y de corto plazo.
Charles de Secondat, más conocido como el Barón de Montesquieu, autor de la estructura moderna que han asumido la mayoría de los estados occidentales, no entendería nada porque uno de los principios básicos de su teoría es la separación de los tres ‘poderes del Estado -Ejecutivo, Legislativo y Judicial- porque de esa forma se aseguraría que cualquiera de ellos prevaleciera sobre los otros.
Lo que no podía suponer Montesquieu es que su teoría se interpretara “a la chilena”, lo que implica prácticamente que casi cualquiera puede sentirse con autoridad para ir contra la tradición y la lógica imperante en el hemisferio occidental, sin más argumento que la conveniencia y, mucho menos, sin una debida reflexión.
Sin embargo, no siempre fue así y, de hecho, nuestro país tiene una imagen internacional de seriedad que nos cuesta comprender a quienes habitamos el territorio. En ocasiones, hablar de chambonadas o cantinfladas no parece alcanzar a cubrir la intensidad o profundidad de algunos de los despropósitos en que incurren nuestras autoridades y que, a pesar de nuestra costumbre de esperarlo todo, incluso lo inimaginable, nos siguen sorprendiendo por su falta de criterio e inteligencia.
Las instituciones hay que cuidarlas sin perder al mismo tiempo la dosis necesaria de irreverencia que permita mantener una mirada crítica que anuncie la necesidad de reformarlas, pero eso requiere un proceso de pensamiento que, en más ocasiones de las aceptables, parece ser reemplazado por la improvisación o las orientaciones de algún “iluminado” carente de la habilidad que tenía un Montesquieu, un Diego Portales o un Andrés Bello.
Evidentemente, no es esa la forma en la que avanzan los países y no puede ser que el único consuelo que nos quede de estos últimos días es que estas demostraciones de impericia hayan sido protagonizadas por representantes de todos los poderes del Estado. La seriedad no es un asunto que se preste para consuelos morales por empates triples ni para demostraciones de voluntarismo que escapan del buen sentido de la mayoría de las democracias occidentales. Sin duda, nuestro sistema político requiere mejoramientos, pero para eso se precisan personas que piensen en grande y no quienes piensen en ventajas pequeñas y de corto plazo.
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