Segundo tiempo
Justo este domingo se cumplen dos años desde que Sebastián Piñera asumió como Presidente de la República y se encuentra exactamente a la mitad de su período. Como dice la broma infantil respecto al punto hasta el que se entra en el bosque (hasta la mitad porque luego se empieza a salir), empieza a acercarse al término de su mandato y comienzan a presionar algunas interrogantes que, seguramente, irán tendiendo cada vez más a caracterizar la acción gubernamental.
En primer lugar, la posibilidad de entregar la banda presidencial a una persona del mismo sector político, hecho que se suele considerar como señal consagratoria del éxito de un gobierno. Hay que decir, en todo caso, que salvo los gobiernos radicales de la primera mitad del siglo pasado y los de la Concertación, la norma en Chile ha sido que los presidentes sean sucedidos por representantes de otras corrientes, por lo que hay que desdramatizar el tema de la sucesión.
Luego, lograr una mayoría parlamentaria para que, se conserve o se pierda el Gobierno, la Alianza por Chile pueda seguir teniendo un lugar decisivo en la política nacional. Mientras no se modifique el sistema binominal se ve difícil que la Alianza y la Concertación no sigan siendo las fuerzas predominantes en el Parlamento.
Finalmente, obtener el reconocimiento ciudadano respecto a los hitos de la administración Piñera y esta es una aspiración que debe orientarse en el largo plazo. Son escasos los presidentes que han sido despedidos con el pesar de la mayoría del pueblo, a pesar de que establecer períodos presidenciales de cuatro años disminuye el desgaste, en estos tiempos de creciente velocidad el cansancio del público respecto de las autoridades también es rápido.
Nada fácil, a la luz de lo que dicen las encuestas hasta ahora que, aunque no reconocen los aspectos positivos del Gobierno y pueden ser acusadas como instrumentos de medición de un estado de ánimo subjetivo y emocional de la sociedad, suelen ser indicativas de las opciones electorales de la gente. A ello se agrega que, por errores de diseño, estos dos años estarán marcados por las campañas electorales, que siempre provocan una mayor polarización, imposibilitan la cooperación entre el Ejecutivo y sus detractores y, sobre todo, generan un estado de nerviosismo entre unos y otros que paralizan las políticas y decisiones que se podrían tomar con la cabeza fría.
Lo curioso es que esto de dividir los períodos presidenciales en mitades es un asunto netamente psicológico, ya que la verdad es que no se puede hacer un balance de la gestión sino hasta su término.
En primer lugar, la posibilidad de entregar la banda presidencial a una persona del mismo sector político, hecho que se suele considerar como señal consagratoria del éxito de un gobierno. Hay que decir, en todo caso, que salvo los gobiernos radicales de la primera mitad del siglo pasado y los de la Concertación, la norma en Chile ha sido que los presidentes sean sucedidos por representantes de otras corrientes, por lo que hay que desdramatizar el tema de la sucesión.
Luego, lograr una mayoría parlamentaria para que, se conserve o se pierda el Gobierno, la Alianza por Chile pueda seguir teniendo un lugar decisivo en la política nacional. Mientras no se modifique el sistema binominal se ve difícil que la Alianza y la Concertación no sigan siendo las fuerzas predominantes en el Parlamento.
Finalmente, obtener el reconocimiento ciudadano respecto a los hitos de la administración Piñera y esta es una aspiración que debe orientarse en el largo plazo. Son escasos los presidentes que han sido despedidos con el pesar de la mayoría del pueblo, a pesar de que establecer períodos presidenciales de cuatro años disminuye el desgaste, en estos tiempos de creciente velocidad el cansancio del público respecto de las autoridades también es rápido.
Nada fácil, a la luz de lo que dicen las encuestas hasta ahora que, aunque no reconocen los aspectos positivos del Gobierno y pueden ser acusadas como instrumentos de medición de un estado de ánimo subjetivo y emocional de la sociedad, suelen ser indicativas de las opciones electorales de la gente. A ello se agrega que, por errores de diseño, estos dos años estarán marcados por las campañas electorales, que siempre provocan una mayor polarización, imposibilitan la cooperación entre el Ejecutivo y sus detractores y, sobre todo, generan un estado de nerviosismo entre unos y otros que paralizan las políticas y decisiones que se podrían tomar con la cabeza fría.
Lo curioso es que esto de dividir los períodos presidenciales en mitades es un asunto netamente psicológico, ya que la verdad es que no se puede hacer un balance de la gestión sino hasta su término.
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