El Ministro y el Senador se van de lengua
Nadie puede negar que las autoridades son, al mismo tiempo, ciudadanos, con todos sus derechos, por lo que nadie le puede negar al senador Fulvio Rossi su derecho a fumarse un pito de marihuana de vez en cuando, ni nadie puede tampoco negarle el derecho al ministro de Justicia Teodoro Ribera a tener un arma de fuego en su casa.
Ambos cumplen estrictamente con las libertades y restricciones legales, pero resulta que los dos son, al mismo tiempo, autoridades y tienen responsabilidades adicionales a las que tienen los ciudadanos comunes, y desde ese punto de vista no se puede dejar de decir que hablaron más de lo necesario y cometieron el error de hacer públicas cosas que hubiera sido mejor dejar en el ámbito de lo privado.
Nuestro país es sumamente legalista -de hecho García Márquez comentó alguna vez, certeramente, que Chile es el único país que conocía en el que se vendían las leyes en la calle, como si fueran periódicos- y tiene al mismo tiempo la rara condición de sobrevalorar las leyes, como si con su sola promulgación se resolvieran los problemas.
Pero ocurre que los problemas no se resuelven sólo con leyes, sino que requieren además una tarea pedagógica, en la que las autoridades son las primeras que deben predicar con el ejemplo.
Si desde hace años el Estado está empeñado en controlar el uso de armas por parte de privados -se ha informado que hay 750 mil armas, contando sólo las registradas- resulta llamativo que sea el Ministro de Justicia precisamente el que declare en tono ufano que tiene su pistola.
Puede ser más grave aún lo ocurrido con Rossi. Como senador, está obligado a cumplir la Constitución y las leyes y, como lo sabe, fue muy cuidadoso en aclarar que lo suyo era estrictamente consumo privado de marihuana, es decir una conducta perfectamente legal, porque de otra manera podría perder el cargo.
Lo que omitió es que, como senador, tiene la obligación de denunciar a quien trafique con drogas, que sí es delito. Es decir, debería poner a disposición de la justicia a ese amigo que, puntualmente cada quince días, le regala su pito.
Y aún más grave todavía es que, cuando trataba de explicarse, argumentara que no le veía sentido a cumplir con normas que no comparte. O sea, si se sigue su ejemplo, cualquiera puede hacer lo que quiera, sin acatar las leyes que puedan no gustarnos. Su deber como parlamentario es tratar de modificar las leyes que no le agradan, pero mientras no ocurra ello, tiene que cumplir con ellas. Para eso somos un país legalista y él es un legislador.
Otra cosa es que se promueva la legalización de la marihuana, y en eso está en todo su derecho y nadie se lo puede desconocer.
Ambos cumplen estrictamente con las libertades y restricciones legales, pero resulta que los dos son, al mismo tiempo, autoridades y tienen responsabilidades adicionales a las que tienen los ciudadanos comunes, y desde ese punto de vista no se puede dejar de decir que hablaron más de lo necesario y cometieron el error de hacer públicas cosas que hubiera sido mejor dejar en el ámbito de lo privado.
Nuestro país es sumamente legalista -de hecho García Márquez comentó alguna vez, certeramente, que Chile es el único país que conocía en el que se vendían las leyes en la calle, como si fueran periódicos- y tiene al mismo tiempo la rara condición de sobrevalorar las leyes, como si con su sola promulgación se resolvieran los problemas.
Pero ocurre que los problemas no se resuelven sólo con leyes, sino que requieren además una tarea pedagógica, en la que las autoridades son las primeras que deben predicar con el ejemplo.
Si desde hace años el Estado está empeñado en controlar el uso de armas por parte de privados -se ha informado que hay 750 mil armas, contando sólo las registradas- resulta llamativo que sea el Ministro de Justicia precisamente el que declare en tono ufano que tiene su pistola.
Puede ser más grave aún lo ocurrido con Rossi. Como senador, está obligado a cumplir la Constitución y las leyes y, como lo sabe, fue muy cuidadoso en aclarar que lo suyo era estrictamente consumo privado de marihuana, es decir una conducta perfectamente legal, porque de otra manera podría perder el cargo.
Lo que omitió es que, como senador, tiene la obligación de denunciar a quien trafique con drogas, que sí es delito. Es decir, debería poner a disposición de la justicia a ese amigo que, puntualmente cada quince días, le regala su pito.
Y aún más grave todavía es que, cuando trataba de explicarse, argumentara que no le veía sentido a cumplir con normas que no comparte. O sea, si se sigue su ejemplo, cualquiera puede hacer lo que quiera, sin acatar las leyes que puedan no gustarnos. Su deber como parlamentario es tratar de modificar las leyes que no le agradan, pero mientras no ocurra ello, tiene que cumplir con ellas. Para eso somos un país legalista y él es un legislador.
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