La inutilidad del voluntarismo
Cada cierto tiempo nuestra clase política da muestras de uno de sus peores defectos: La incapacidad de ver más allá de su voluntad, como si de esa manera pudieran convertir la realidad en lo que quieren y no aceptar que es distinta.
Esto sucede habitualmente con la cuenta al país del 21 de mayo, cuando los partidarios quieren hacernos creer que vivimos en una nación en un firme camino de progreso y los opositores quieren que pensemos que vivimos en una tragedia permanente. Pero como este año se ha agregado la polémica por la participación de Michelle Bachelet en las decisiones del terremoto del 27 de febrero del 2010, las muestras de voluntarismo han superado las cotas tradicionales.
De esta forma, algunos quieren convencernos que la ex-presidenta es casi criminalmente culpable de las víctimas del terremoto y del tsunami mientras otros nos quieren hacer creer que es completamente inocente y que quienes la atacan son casi unos frenéticos.
Ni lo uno ni lo otro, pero cuando el senador Alberto Espina trata a los segundos de mafiosos y el diputado Gabriel Ascencio califica a los primeros como unos perros de caza, lo único que se logra es que la gente, la ciudadanía que siempre piensa que las cosas no son tan extremas como las presentan , tienda a quedarse con la sensación de que los dirigentes políticos -de uno y otro lado- no tienen el más mínimo sentido común y viven en un mundo regido por su propia voluntad y deseos.
Se entiende que el político necesita compartir con el público el tipo de país que quiere crear, pero cuando se excede en sus dichos y el diagnóstico objetivo de la realidad es desplazado por un acto de voluntarismo se llega a situaciones inéditas, como que el diputado Iván Moreira dijera que “por lado y lado hay palabras que matan la institucionalidad y la democracia” y concluyera aconsejando que “en política hay que aprender a morderse la lengua”.
Tampoco hay que excusar cualquier exabrupto pensando en que, de esa forma, se gana protagonismo en el debate público. Es cierto que la seriedad y la responsabilidad no aseguran minutos en los noticieros, pero las exageraciones tampoco son aconsejables. En tiempos de conflicto, la gente espera moderación y prudencia para no exacerbar las polémicas que pueden terminar obstruyendo la marcha normal del país.
El voluntarismo es útil cuando va acompañado de la decisión y el compromiso con una causa, pero cuando llega a negar la realidad y a descalificar a todo el que no comparte esa visión filtrada del mundo, deja de ser útil y se convierte en síntoma de una peligrosa obsesión que amerita más el sillón del psiquiatra que el sillón del parlamento.
Esto sucede habitualmente con la cuenta al país del 21 de mayo, cuando los partidarios quieren hacernos creer que vivimos en una nación en un firme camino de progreso y los opositores quieren que pensemos que vivimos en una tragedia permanente. Pero como este año se ha agregado la polémica por la participación de Michelle Bachelet en las decisiones del terremoto del 27 de febrero del 2010, las muestras de voluntarismo han superado las cotas tradicionales.
De esta forma, algunos quieren convencernos que la ex-presidenta es casi criminalmente culpable de las víctimas del terremoto y del tsunami mientras otros nos quieren hacer creer que es completamente inocente y que quienes la atacan son casi unos frenéticos.
Ni lo uno ni lo otro, pero cuando el senador Alberto Espina trata a los segundos de mafiosos y el diputado Gabriel Ascencio califica a los primeros como unos perros de caza, lo único que se logra es que la gente, la ciudadanía que siempre piensa que las cosas no son tan extremas como las presentan , tienda a quedarse con la sensación de que los dirigentes políticos -de uno y otro lado- no tienen el más mínimo sentido común y viven en un mundo regido por su propia voluntad y deseos.
Se entiende que el político necesita compartir con el público el tipo de país que quiere crear, pero cuando se excede en sus dichos y el diagnóstico objetivo de la realidad es desplazado por un acto de voluntarismo se llega a situaciones inéditas, como que el diputado Iván Moreira dijera que “por lado y lado hay palabras que matan la institucionalidad y la democracia” y concluyera aconsejando que “en política hay que aprender a morderse la lengua”.
Tampoco hay que excusar cualquier exabrupto pensando en que, de esa forma, se gana protagonismo en el debate público. Es cierto que la seriedad y la responsabilidad no aseguran minutos en los noticieros, pero las exageraciones tampoco son aconsejables. En tiempos de conflicto, la gente espera moderación y prudencia para no exacerbar las polémicas que pueden terminar obstruyendo la marcha normal del país.
El voluntarismo es útil cuando va acompañado de la decisión y el compromiso con una causa, pero cuando llega a negar la realidad y a descalificar a todo el que no comparte esa visión filtrada del mundo, deja de ser útil y se convierte en síntoma de una peligrosa obsesión que amerita más el sillón del psiquiatra que el sillón del parlamento.
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