EMOCIÓN Y RAZÓN
A propósito de la propuesta de algunos parlamentarios de reponer la pena de muerte, como respuesta al alevoso crimen de la pequeña Francisca Silva, se hace necesario recordar que el ordenamiento de las sociedades, el ejercicio político en definitiva, se hace sobre la base de la racionalidad y no a partir de las pasiones.
Las pasiones son legítimas, aceptables y deseables incluso, pero en el plano individual. Las comunidades de personas tienen que prescindir de la emoción para definir su ordenamiento. Lo que define el grado de civilización de una sociedad es el predominio de la racionalidad sobre la emoción.
Evidentemente, cuando la opinión pública se enfrenta a situaciones tan conmovedoras como el asesinato de una niña, resulta más difícil que el juicio se imponga sobre el instinto, pero esa es precisamente la tarea ingrata que deben asumir los líderes de opinión y los representantes de la comunidad.
A pesar de que el mundo avanza hacia formatos democráticos basados en una cada vez más relevante participación ciudadana, gracias a los progresos tecnológicos, es en los momentos en los que las pasiones afloran que queda en evidencia el grado de madurez de la sociedad, y si la sociedad no está preparada para enfrentar con racionalidad los hechos que la conmueven es imprescindible que sean quienes conservan la razón hagan todos los esfuerzos conducentes a controlar -no reprimir- la emoción.
La emoción se puede manifestar. Debe hacerlo, pero no hasta el punto en el que determine los consensos sociales en los que se fundan la legislación y las instituciones. En ese plano es la racionalidad la que debe imponerse, y no por desprecio a la riqueza de las pasiones, sino que para que las sociedades puedan definir la meta hacia la cual quieren transitar se requiere planificación, orden y la capacidad de gestión que surgen solo desde la racionalidad.
Cuando un país se enfrenta a una situación dolorosa, compartida intensamente por todos quienes somos padres, es el momento en el que se comprueba la madurez cívica, y el horrible crimen conocido en estos días pone precisamente en cuestión ese atributo.
Salta a la vista que, como sociedad, calificamos de manera sobresaliente en solidaridad, empatía y sensibilidad, al menos por lo que muestra la reacción ciudadana por el asesinato de Francisca Silva, pero en lo que no mostramos mayor progreso es en la capacidad de enfrentar los sentimientos con criterio, y eso significa que los chilenos, aparentemente, aún funcionamos como una masa amorfa, voluble y caprichosa.
Las pasiones son legítimas, aceptables y deseables incluso, pero en el plano individual. Las comunidades de personas tienen que prescindir de la emoción para definir su ordenamiento. Lo que define el grado de civilización de una sociedad es el predominio de la racionalidad sobre la emoción.
Evidentemente, cuando la opinión pública se enfrenta a situaciones tan conmovedoras como el asesinato de una niña, resulta más difícil que el juicio se imponga sobre el instinto, pero esa es precisamente la tarea ingrata que deben asumir los líderes de opinión y los representantes de la comunidad.
A pesar de que el mundo avanza hacia formatos democráticos basados en una cada vez más relevante participación ciudadana, gracias a los progresos tecnológicos, es en los momentos en los que las pasiones afloran que queda en evidencia el grado de madurez de la sociedad, y si la sociedad no está preparada para enfrentar con racionalidad los hechos que la conmueven es imprescindible que sean quienes conservan la razón hagan todos los esfuerzos conducentes a controlar -no reprimir- la emoción.
La emoción se puede manifestar. Debe hacerlo, pero no hasta el punto en el que determine los consensos sociales en los que se fundan la legislación y las instituciones. En ese plano es la racionalidad la que debe imponerse, y no por desprecio a la riqueza de las pasiones, sino que para que las sociedades puedan definir la meta hacia la cual quieren transitar se requiere planificación, orden y la capacidad de gestión que surgen solo desde la racionalidad.
Cuando un país se enfrenta a una situación dolorosa, compartida intensamente por todos quienes somos padres, es el momento en el que se comprueba la madurez cívica, y el horrible crimen conocido en estos días pone precisamente en cuestión ese atributo.
Salta a la vista que, como sociedad, calificamos de manera sobresaliente en solidaridad, empatía y sensibilidad, al menos por lo que muestra la reacción ciudadana por el asesinato de Francisca Silva, pero en lo que no mostramos mayor progreso es en la capacidad de enfrentar los sentimientos con criterio, y eso significa que los chilenos, aparentemente, aún funcionamos como una masa amorfa, voluble y caprichosa.
Labels: Andrés Rojo, democracia, Francisca Silva, justicia, política
1 Comments:
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