LO QUE QUIERE CHILE
Parafraseando a Freud con su ¿qué quiere le mujer?, los candidatos presidenciales y parlamentarios se han venido preguntando ¿qué quieren los chilenos”, con el único propósito de poder interpretar de mejor manera los anhelos de la ciudadanía y mostrarse ante esta como las personas más capacitadas para llevar adelante sus proyectos y sueños.
Es una tarea nada fácil, porque una de las principales transformaciones de las últimas décadas ha sido la multiplicación de las diferencias al interior de la sociedad chilena, por lo que quien aspire a contar con la mayoría del respaldo expresado en los sufragios tiene que comprender cuáles son los grupos mayoritarios, de modo de poder asegurar una base de apoyo suficiente para alcanzar el triunfo electoral.
En todo caso, la tónica en estos tiempos parece ser el imperio de las minorías. Ya no se habla de lo habitual sino de lo que se escapa a la norma, y en esa carrera por lograr la identificación con cada nuevo grupo social que parece tomar existencia se producen dos riesgos: Por un lado, olvidar al promedio, ese que no pertenece a las minorías sino que es un poco de cada cosa, el que tiene una pizca de esto y de aquello.
El segundo riesgo es perder la propia identidad, en el apuro por lograr la identificación con la mayor variedad posible de potenciales electores. Una cosa es conquistar la empatía con los votantes y otra muy distinta es convertirse en un remedo de un pastiche, una suerte de collage antropológico en el que la esencia se pierde ahogada por los múltiples rostros que se asumen como caretas, reemplazables y desechables.
Cuando se llega al extremo de la exageración, lo que es un proceso relativamente esperable cuando se afrontan campañas estrechamente disputadas y extensas, en que cada voto parece ser decisivo y cada día parece ser el último y definitivo, es posible llegar a suponer que puede ser preferible mostrarse con total honestidad y transparencia al electorado y pedir que sean los propios ciudadanos los que decidan si se sienten representados por determinado candidato.
Por otra parte, sería oportuno recordarle a los votantes que en una democracia representativa, como se supone es la chilena, los gobernantes no son dueños absolutos de la verdad ni son personajes omnipotentes capaces de resolver con su sola firma la infinita variedad de problemas que enfrenta cualquier grupo humano, sino que sólo representan a los propios ciudadanos y cualquier avance es fruto del esfuerzo colectivo.
Es una tarea nada fácil, porque una de las principales transformaciones de las últimas décadas ha sido la multiplicación de las diferencias al interior de la sociedad chilena, por lo que quien aspire a contar con la mayoría del respaldo expresado en los sufragios tiene que comprender cuáles son los grupos mayoritarios, de modo de poder asegurar una base de apoyo suficiente para alcanzar el triunfo electoral.
En todo caso, la tónica en estos tiempos parece ser el imperio de las minorías. Ya no se habla de lo habitual sino de lo que se escapa a la norma, y en esa carrera por lograr la identificación con cada nuevo grupo social que parece tomar existencia se producen dos riesgos: Por un lado, olvidar al promedio, ese que no pertenece a las minorías sino que es un poco de cada cosa, el que tiene una pizca de esto y de aquello.
El segundo riesgo es perder la propia identidad, en el apuro por lograr la identificación con la mayor variedad posible de potenciales electores. Una cosa es conquistar la empatía con los votantes y otra muy distinta es convertirse en un remedo de un pastiche, una suerte de collage antropológico en el que la esencia se pierde ahogada por los múltiples rostros que se asumen como caretas, reemplazables y desechables.
Cuando se llega al extremo de la exageración, lo que es un proceso relativamente esperable cuando se afrontan campañas estrechamente disputadas y extensas, en que cada voto parece ser decisivo y cada día parece ser el último y definitivo, es posible llegar a suponer que puede ser preferible mostrarse con total honestidad y transparencia al electorado y pedir que sean los propios ciudadanos los que decidan si se sienten representados por determinado candidato.
Por otra parte, sería oportuno recordarle a los votantes que en una democracia representativa, como se supone es la chilena, los gobernantes no son dueños absolutos de la verdad ni son personajes omnipotentes capaces de resolver con su sola firma la infinita variedad de problemas que enfrenta cualquier grupo humano, sino que sólo representan a los propios ciudadanos y cualquier avance es fruto del esfuerzo colectivo.
Labels: Andrés Rojo, campañas electorales, elección presidencial, política
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