MAMI
Mami ha vuelto, pero no ha vuelto. Sus hijos estiran el cuello, concentran todos los sentidos para saber qué pasa con Mami, pero Mami no dice nada. La versión oficial es que viene a hacer una visita familiar pero ninguno de sus hijos la siente golpear a su puerta y empiezan a temer que pase de largo.
Como si se tratara de una parábola, parte de sus hijos la aguarda con impaciencia para que le devuelva la sensación de seguridad que tenían cuando ella los acogía bajo su falda. La otra parte la espera para enrostrarle sus errores, como si de esa forma pudieran liberarse definitivamente de la sombra maternal. En una parábola, ella terminaría dándoles alguna lección de vida, alguna frase un poco críptica que cada uno podría interpretar de acuerdo a sus propias necesidades, pero esto no es una parábola.
Es increíble. La ex-presidenta Bachelet viaja al país por dos o tres días y todos los actores políticos se sobresaltan, comienzan a dar largas declaraciones explicando por qué es bueno o malo que regrese y ella mantiene su silencio, roto sólo con algunas cartas ocasionales a la distancia en las que manifiesta sus buenos sentimientos respecto de algunas instituciones o personas, pero nada dice de lo que todos quieren saber: Si será o no candidata a la Presidencia.
Podría dar para una obra de teatro o una novela de enredos, al típico estilo británico, con personas que entran y salen de escena, pero lo dramático, lo que impide que sea comedia, es que demasiadas cosas dependen de esta madre que viene de vez en cuando a ver a su familia. A la verdadera, claro, a la sanguínea y no a la de miles de hijos putativos que quieren guarecerse en ella o tratar de asesinarla en el más puro sentido freudiano.
Por un lado, las fuerzas de Gobierno saben que Michelle Bachelet es -hasta donde es posible prever- la única que puede derrotarlos en le próxima elección presidencial y tratan por todos los medios de manchar su falda de madre con el evidente propósito de enlodar su prestigio.
Por la otra parte, las fuerzas de la Concertación -que no es lo mismo que toda la oposición- saben que sin Bachelet se les hace francamente difícil recuperar el poder y la ansiedad de pensar en pasar otros cuatro años lejos de La Moneda les produce un miedo profundo.
En ambos casos, la relación con el poder parece revestir un cariz de trauma y la figura de la madre viene a encarnar el símbolo de ese temor. El problema es que la madre no puede hacerse responsable de sus hijos si quiere que maduren y lleguen de una buena vez a adultos.
Como si se tratara de una parábola, parte de sus hijos la aguarda con impaciencia para que le devuelva la sensación de seguridad que tenían cuando ella los acogía bajo su falda. La otra parte la espera para enrostrarle sus errores, como si de esa forma pudieran liberarse definitivamente de la sombra maternal. En una parábola, ella terminaría dándoles alguna lección de vida, alguna frase un poco críptica que cada uno podría interpretar de acuerdo a sus propias necesidades, pero esto no es una parábola.
Es increíble. La ex-presidenta Bachelet viaja al país por dos o tres días y todos los actores políticos se sobresaltan, comienzan a dar largas declaraciones explicando por qué es bueno o malo que regrese y ella mantiene su silencio, roto sólo con algunas cartas ocasionales a la distancia en las que manifiesta sus buenos sentimientos respecto de algunas instituciones o personas, pero nada dice de lo que todos quieren saber: Si será o no candidata a la Presidencia.
Podría dar para una obra de teatro o una novela de enredos, al típico estilo británico, con personas que entran y salen de escena, pero lo dramático, lo que impide que sea comedia, es que demasiadas cosas dependen de esta madre que viene de vez en cuando a ver a su familia. A la verdadera, claro, a la sanguínea y no a la de miles de hijos putativos que quieren guarecerse en ella o tratar de asesinarla en el más puro sentido freudiano.
Por un lado, las fuerzas de Gobierno saben que Michelle Bachelet es -hasta donde es posible prever- la única que puede derrotarlos en le próxima elección presidencial y tratan por todos los medios de manchar su falda de madre con el evidente propósito de enlodar su prestigio.
Por la otra parte, las fuerzas de la Concertación -que no es lo mismo que toda la oposición- saben que sin Bachelet se les hace francamente difícil recuperar el poder y la ansiedad de pensar en pasar otros cuatro años lejos de La Moneda les produce un miedo profundo.
En ambos casos, la relación con el poder parece revestir un cariz de trauma y la figura de la madre viene a encarnar el símbolo de ese temor. El problema es que la madre no puede hacerse responsable de sus hijos si quiere que maduren y lleguen de una buena vez a adultos.
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